Artículo publicado en la revista Comunismo, nº 38, septiembre de 1934.
España conserva, incluso en el seno de las ciudades industriales, vestigios del servilismo secular, propios de la época del feudalismo. Su economía presenta lineamientos que por su incoherencia daban un carácter particular a las últimas décadas del régimen monárquico. Aun cuando el capitalismo acapara ciertos sectores importantes de la vida «nacional», se muestra insignificante con relación a la agricultura. Algunos islotes industriales aparecen en el océano peninsular, donde pulula una población rural movida por el instinto de la propiedad privada, al lado de la masa amorfa de los trabajadores industriales, inconscientes en su mayoría y carentes de un sentido político de clase.
La economía española se caracteriza porque las mercancías producidas con métodos de producción anticuados se encuentran sometidas a condiciones de cambio de un máximo desenvolvimiento. Desde que España entró en contacto con el mercado mundial, su balance comercial ha sido desfavorable. Nunca ha podido exportar lo suficiente para cubrir sus necesidades. Teniendo que importar por necesidad artículos maquinofacturados, ha de pagar por ellos un dinero obtenido de la exportación de sus mercancías, que, dada la técnica retrasada de su producción, encierran un número de horas de trabajo muy superior al que encierran los productos importados. Mientras que en las regiones agrarias, en las que predomina el sistema de producción precapitalista -Andalucía, ambas Castillas, Galicia, Navarra, Extremadura-, se necesitan muchas jornadas de trabajo para producir una fanega de trigo, en los Estados Unidos no pasa de una o dos jornadas. Así resulta que el capitalismo extranjero que exporta a España sus productos se apropia gratuitamente unas cuantas horas de trabajo vendiendo en el mercado español a un precio inferior al costo de la producción indígena. El consumidor español paga por los artículos importados, obtenidos a bajo precio, con métodos de producción modernos, un dinero que cobra por mercancías obtenidas a precios elevadísimos, con métodos arcaicos de producción. De donde resulta siempre déficit en el balance comercial español que alcanza actualmente una cifra considerable.
La incongruencia entre la agricultura y la industria imprime su sello a la situación especial que atraviesa la sociedad española durante todo este periodo. La tierra imponía su voluntad en todo momento, Y la industria caminaba siempre a su retaguardia, arrastrando una vida lánguida en comparación con la industria europea. La elevación de las tarifas aduaneras; las medidas de prohibición; las primas; el proteccionismo indirecto, administrativo; la inspección de las operaciones de cambio; las subvenciones, etc., ha sido moneda corriente en todos los gobiernos españoles con el fin de atender a la debilidad de su economía. Y es que el Estado monárquico adolecía «no sólo de los vicios que lleva consigo el desarrollo del capitalismo, sino también de las taras que supone su falta de desarrollo. Junto a las miserias modernas, le agobian una serie de miserias heredadas, fruto de las supervivencias de regímenes de producción antiquísimos y ya caducos, con todo su séquito de condiciones políticas y sociales anacrónicas. No sólo le atormentan los vivos, le atormentan también los muertos» (Marx).
Los acontecimientos de estos últimos años han sido engendrados por el antagonismo económico entre la industria y la agricultura, cuya síntesis se hubiera logrado destruyendo las relaciones feudales de propiedad en el campo y adaptando la economía agrícola al sistema de producción capitalista. Así se explica que los grandes terratenientes, con el apoyo consecuente de los usureros, de los comerciantes, de la Iglesia y el clero, de los señoritos y de las castas militares, fueran durante tan largo período los dueños del Estado y tuvieran bajo su férula a las clases progresivas del país y a los pueblos industriales.
La posibilidad de saquear y oprimir a otros pueblos ha sido la causa del estancamiento económico de España. Las formidables riquezas coloniales que España poseía dificultaron su desarrollo capitalista, pues no hicieron sino consolidar el régimen feudal, alimentando las necesidades de la monarquía y de la Iglesia, a las castas militares y a toda la burocracia feudal del Estado que mantenía contacto con las colonias. En lugar de sacar sus ingresos del desarrollo de las fuerzas productivas del país, las castas dominantes españolas dieron preferencia a la explotación semifeudal de sus colonias, y, perdidas éstas, a la explotación de las nacionalidades oprimidas, encerrándose en un círculo vicioso en que fueron cayendo poco a poco todos los gobernantes españoles, quienes, apretando las cadenas que sujetaban a los pueblos económicamente más adelantados, crearon una unidad nacional ficticia, arbitraria y despótica, mantenida a través de una desigualdad, caracterizada por una opresión nacional enmascarada de un cierto autonomismo.
Para enjugar el déficit crónico de su Hacienda; para sostener la hipertrofia burocrática y las castas parasitarias, el Estado español ha tenido que extraer una parte de su deuda, primero de las colonias y después de los pueblos oprimidos, habiéndolo conseguido mediante impuestos en Cataluña (ella sola pagaba un 30 por 100 de los impuestos que cobraba el Estado unitario español), y en Euzkadi, por medio de los conciertos económicos, régimen de tributación que supone para los contribuyentes vascos un tercio más de lo que pagan los contribuyentes españoles, siendo la aportación fiscal de cada uno de sus habitantes de 61 pesetas, mientras que los españoles pagan solamente 44 pesetas. Estas inyecciones económicas permitieron reforzar el aparato político, burocrático y militar de la monarquía absoluta, en detrimento de la evolución económica y política de los pueblos más adelantados, que se sienten humillados en su personalidad y quieren rescatar su libertad de movimientos. Lo que caracteriza en la época moderna a la opresión de un pueblo por otro es la subordinación del desarrollo económico de este pueblo a los intereses políticos y económicos del otro país. El predominio de las cifras de exportación de los productos agrícolas españoles determina un aumento en la importación de productos maquinofacturados, con evidente perjuicio de la industria peninsular y, muy en particular, de la industria de Cataluña y Euskadi, que hubieran podido desenvolverse mejor de no estar sometidas a las disposiciones del gobierno central, que imponen el consumo de materias rimas «nacionales», cuyo coste de producción es elevadísimo. El nacionalismo representa la lucha de los pueblos económicamente más adelantados contra el centralismo absorbente y castrador de la España semifeudal. La lucha por la creación de una economía nacional independiente remite necesariamente el aspecto de una lucha por la independencia nacional. Bajo este aspecto, el nacionalismo vasco y catalán presenta un carácter progresivo.
En el año 1824 el feudalismo español capitulaba ante una fuerza nueva que por no haber podido desarrollarse en España hubo de emigrar a tierras desconocidas. Los países sudamericanos y centroamericanos conquistaban sus libertades políticas, sacudiéndose revolucionariamente las cadenas que les sujetaban al yugo del imperialismo español. Únicamente las Antillas y Filipinas permanecieron sometidas al despotismo asiático de los Borbones, constituyendo el último reducto colonial de la monarquía absoluta. A partir de esta fecha, la opresión política se polarizó intensamente hacia los pueblos peninsulares, donde se daban las mejores condiciones para la penetración y el desarrollo del capitalismo. Esta opresión cristalizó en Euzkadi en la ley del 25 de octubre de 1839; se consagró por el real decreto del 29 de octubre de 1841 y culminó en la ley del 21 de julio de 1876.
La entrada en vigor de estas leyes implicaba el encadenamiento de una economía que entrañaba un espléndido porvenir. Sus resultados prácticos fueron el establecimiento de comisiones económicas encargadas de la recaudación, distribución e inversión de los fondos públicos en tanto no se nombraran las diputaciones provinciales; la pérdida de la libertad comercial, puesto que las aduanas eran llevadas a las costas y el Bidasoa, y, finalmente, la violación de la exención de tributos. Los habitantes del país vasco quedaron obligados a pagar contribuciones, rentas e impuestos ordinarios y extraordinarios en la proporción que les correspondía con destino a los gastos públicos del Estado unitario español y, además, se les impuso el tributo de sangre. Las iniciativas y los intereses económicos de Euskadi eran supeditados a los intereses económicos y políticos de las castas dominantes de la nación opresora. Euzkadi perdía sus fueros y la posibilidad de formar un Estado propio e independiente.
Con la promulgación y el acatamiento de las mencionadas leyes se le arrebataba a Euzkadi su personalidad nacional. La supresión de las libertades tradicionales en el país vasco; el desplazamiento de su lengua, usos y costumbres; el quebrantamiento de su cultura y la anulación del derecho a elegir sus representantes en las juntas generales y particulares y en las diputaciones generales, fueron el corolario obligado a la destrucción sistemática del esqueleto económico que les servía de sostén. Las leyes forales fueron desapareciendo a medida que la opresión se ejercitaba con más saña y encono, sin que por parte de Euzkadi se opusiera el dique que cerrara el paso a la avalancha del feudalismo castellano que amenazaba con asfixiarle económica y políticamente. La conciencia nacional estaba aletargada. Las fuerzas sociales capaces de ofrecer resistencia emigraban a América, donde se daban mejores condiciones para el desarrollo de sus actividades. La conciencia de clase de la burguesía vasca no podía revelarse en tanto no hubiera una base material que les ligara al país y entre sí mismos. En el ínterin, los elementos más vitales estaban desperdigados, sin posible cohesión ni organización alguna.
La acumulación originaria se verificó en el país vasco gracias al comercio que se hacía con algunos puertos españoles y europeos; pero especialmente merced al comercio que se hacía con las colonias que España poseía en América, comercio este último que adoptó, como en todas partes, la forma de un verdadero despojo. Los habitantes de las colonias nunca recibían valores iguales a cambio de lo que se les arrebataba. Todo dependía de la correlación de fuerzas, y como la superioridad estaba de parte del capital mercantil, la línea divisoria entre el comercio y el despojo era imperceptible. Las riquezas arrebatadas a las colonias eran remitidas a la metrópoli, en donde se forjaban las condiciones necesarias para el desarrollo del capital industrial.
Mientras que el incremento del capital comercial se traducía en España por el fortalecimiento del feudalismo agonizante, el capital comercial vasco -espoleado por la afluencia de nuevos capitales, muchos de ellos procedentes de los vascos que emigraron a América, por el constante acicate de la concurrencia extranjera, la apertura de nuevos mercados, el descubrimiento de nuevos yacimientos de mineral de hierro y las condiciones propias de su litoral- surgía como una fuerza perfectamente articulada con su base de producción, dando lugar a nuevas relaciones sociales que permitían la creación de un nuevo régimen. El estrecho contacto establecido entre la producción interior y el comercio exterior le valió a Euzkadi su potente predominio en la península y determinó la rápida transfusión del capital comercial a la industria.
El desarrollo alcanzado por la industria siderúrgica y por los medios de comunicación y transporte en Inglaterra a lo largo del siglo XIX motivaron una demanda cada día mayor de mineral de hierro, para atender a la cual hubo de intensificarse su explotación en el país vasco. Este hecho no hubiera sido posible sin la existencia de capitales suficientemente dotados, así como de obreros libres de toda dependencia personal, en posesión de la facultad de vender su fuerza de trabajo, y que, al mismo tiempo, tuvieran necesidad de recurrir a ello para subsistir. Los campesinos castellanos, andaluces y extremeños, despojados de sus tierras por los latifundistas y los usureros, y más adelante los artesanos, los obreros de manufacturas y los aldeanos vascos proletarizados, desempeñaron este papel, haciendo acto de presencia cuando concurrieron las circunstancias favorables al desarrollo del capitalismo en Euzkadi.
El desarrollo de la conciencia de clase de la burguesía vasca siguió una dirección paralela al desarrollo del capitalismo en Euzkadi. La sustitución de la producción artesana y de la manufacturera por la gran industria impulsó extraordinariamente el desenvolvimiento de la burguesía vasca. Bajo el imperio de la libertad capitalista, «donde los miembros de la sociedad son iguales en la medida que lo sean sus capitales, y hace de este capital la potencia decisiva» (Engels), la burguesía vasca se situó en primer plano de la sociedad por su potencialidad económica, postergando y destruyendo la importancia social de los restos feudales que quedaban.
El deseo de independencia de los vascos frente a los poderes centrales no se había manifestado todavía en el terreno político, sino solamente en el económico. En el pueblo vasco predominaba el fuerismo como teoría política, que defendía la exención de tributos y de quintas, a la vez que mendigaba de los españoles respeto y cariño hacia los vascos y sus venerandas instituciones. Los defensores de los fueros protestaban contra la ley del 76, que se refería al servicio militar, promulgada por Cánovas del Castillo con el fin de robustecer la unidad nacional. En cambio,hacían caso omiso de la del 39, única que destruyó la libertad de Euskadi al anular, entre otras, la libertad comercial; Las revueltas que hubieron de reprimir los agentes del rey en el país vasco fueron siempre motivadas por reivindicaciones en materia de impuestos o de levas de soldados. Hasta que Arana Goiri, carlista en su juventud, no declaró que «Euskadi es la patria de los vascos» (1882-1892), el nacionalismo vasco no entra en una nueva fase. Desde esta fecha, el capitalismo industrial concentra sus energías en la conquista del aparato político para ponerlo al servicio del desarrollo industrial y mercantil del país vasco, encontrando a su paso, como un obstáculo serio, el régimen político semifeudal que imperaba en España.
En la última década del siglo pasado, la burguesía vasca, ligada por sus intereses materiales, fue acuciada por la necesidad de organizarse. Su conciencia nacional despertaba pujante como resultado reflejo de la pugna sostenida entre el desarrollo de las fuerzas productivas y el régimen político centralizador, que dificultaba su pleno desenvolvimiento. Una parte de ella, la burguesía comercial, desplazada de su hegemonía por la preponderancia que iba adquiriendo el capital industrial y el capital financiero, se destacó como un sector de clase sujeto al régimen feudal y a la monarquía absoluta. En cambio, la otra fracción, la burguesía industrial, se organizaba como fuerza social independiente, a fin de derribar al régimen feudal que le agobiaba e instaurar sobre sus ruinas el nuevo Estado vasco. El capital comercial, caminando del brazo de los terratenientes, se aliaba a los latifundistas y a la incipiente y cobarde burguesía española, perfilándose con carácter monárquico y tradicionalista (carlista) y, naturalmente, hostil a todas las reivindicaciones de índole nacionalista. Por el contrario, el capital industrial no se contentó con el papel de comparsa que se le asignaba. Arrastrando a la pequeña burguesía democrática, y más tarde a la clase obrera vasca, abrazó cada vez con más ímpetu la lucha por el poder político, con objeto de crear un nuevo régimen, un nuevo poder, sobre el cual se levantarían las construcciones jurídicas, económicas y políticas del Estado vasco. Así surgió el partido de la burguesía industrial, consciente de sus intereses históricos, llamado primeramente Comunión Nacionalista y, posteriormente, Partido Nacionalista Vasco. Su fundador fue Sabino de Arana Goiri, criatura de los jesuitas (en quienes primero se reflejó la realidad exterior del país vasco), que se propuso lograr la unión de todos los compatriotas ligados por los intereses materiales bajo el lema «Jaungoikoa eta Lagi-Zarra» (Dios y leyes antiguas), con el fin de conquistar la independencia de Euskadi.
A partir de 1878, fecha en que se pactó el primer concierto económico, el pueblo vasco era sometido a los designios de una internacional que representaban en el dominio de las ideas a una categoría histórica que tuvo su máxima expresión en la Edad Media y que, por consiguiente, era el elemento de enlace entre el régimen que pugnaba por salir a la superficie y redimirse del sojuzgamiento del poder público semifeudal, y el estado de cosas viejo que era una rémora, un peso muerto que detenía al capitalismo en su desarrollo. En este sentido, el catolicismo de que se investía la burguesía vasca ha constituido el mayor obstáculo para lograr su autodeterminación como categoría histórica moderna. Si se hubiera desprendido con el carlismo de su corteza religiosa, la burguesía vasca hubiera triunfado ampliamente del régimen feudal. En nombre de la razón, de la igualdad de los hombres ante la ley, de la libertad de conciencia, etc., la burguesía se levantó en todos los países, arrastrando consigo a las capas medias y populares, igualmente sometidas a los restos feudales, contra el absolutismo y las monarquías, con el fin de instaurar sobre sus ruinas un régimen de derecho y conquistar la soberanía del Estado.
El carácter religioso del movimiento nacionalista ha restado poder al pueblo vasco en su lucha por la autodeterminación. Al grado de evolución de sus fuerzas productivas correspondía el liberalismo en el dominio filosófico y político, ideología que es un reflejo en la conciencia de la libertad comercial, que es la libertad del capital.
El desigual desenvolvimiento industrial de las diversas regiones peninsulares motivaba la división política del Estado unitario español. Para que cristalizara esta desigualdad en su proceso natural era preciso que una solidaridad de intereses materiales hiciera presión sobre los restos feudales. Esta presión sólo podía partir de las regiones económicamente más adelantadas, donde merced a la influencia de la Revolución Francesa y al grado alcanzado por sus medios productivos, eran mejor comprendidas las necesidades políticas de la época del capitalismo. Euskadi y su burguesía debieran de haber sido el ejemplo de la burguesía peninsular en su lucha contra los restos feudales y la monarquía absoluta, en virtud de la concentración de sus fuerzas económicas. Pero el nacionalismo vasco no podía rescatar la soberanía de Euzkadi, porque no se adaptaba su contenido ideológico a las relaciones sociales, porque no correspondía la superestructura a la estructura, porque toda idea que no ha sido dictada por la realidad de las cosas no puede prosperar. El catolicismo ha perjudicado enormemente al movimiento nacionalista hasta el extremo de impedir que éste diera sus frutos naturales.
La expresión política de la sociedad basada en las clases es el Estado. Lo que tenía que aniquilar: el capitalismo vasco en su culminación era el Estado feudal, o sea el Instrumento de las castas dominantes, que estorbaban su pleno desenvolvimiento. Las fuerzas sociales. del país vasco interesadas en el movimiento nacionalista teman que arrojar a una clase del dominio del Estado para colocar a otra. En una palabra: tenían que apoderarse de lo que había de ser el instrumento de dominación de la clase capitalista y crear sus propias instituciones, a fin de prolongar su existencia y asegurar el funcionamiento de su administración, de su ejército, de su policía, de su parlamento, etc., etc. Pero antes de instaurar el Estado burgués era preciso derrocar al otro y no conformarse con el mantenimiento del aparato semifeudal ni transigir con sus instituciones, ligando su suerte a los restos feudales que le oprimían. La burguesía vasca y sus seguidores equivocados han incurrido en una grave responsabilidad histórica por su mansedumbre ante los poderes públicos españoles.
Por estas causas, el capitalismo vasco no pudo integrar a la clase obrera en su movimiento. Sin aparato político desde donde dirigir la represión contra las fuerzas sociales que amenazaban su fortaleza económica, perdió su voluntad de lucha y cedió ante los opresores. Colocado en la disyuntiva de aliarse con las castas dominantes o ceder una parte de sus privilegios ante la fuerza arrolladora del proletariado, la burguesía vasca prefirió renunciar a una parte de sus derechos políticos con tal de salvaguardar sus intereses económicos. Se cobijó bajo el amparo de la monarquía borbónica, traicionando sus fines y vendiendo el porvenir del pueblo vasco por un plato de lentejas.
Aun cuando el triunfo de la clase burguesa estaba maduro por la evolución alcanzada por las fuerzas productivas del país vasco, el capitalismo renunció a su acción, ya que el deseo de la victoria faltaba, porque la burguesía seguía enriqueciéndose a pesar de todo. «La burguesía engendra al proletariado en la medida en que desarrolla su industria, su comercio y sus medios de comunicación. Al apercibirse que su compañero de ruta le sobrepasa a marchas forzadas, pierde la facultad de mantener exclusivamente su dominación política y busca aliados con los cuales compartir el poder o a los cuales se lo cede completamente, según las circunstancias» (Engels). Cuando los progresos del capitalismo vasco iban forjando la necesidad de crear un Estado propio, la burguesía vasca, preocupada en resistir al proletariado y en dominar sus rebeliones, incrementó el poder de las autoridades centrales con el propósito de abatir el poder creciente de la clase obrera. El proletariado suponía una amenaza a su seguridad social y era un atentado a la tranquilidad necesaria para desenvolverse libremente, y la burguesía vasca consentía en mermar su potencialidad política con tal de conservar su predominio económico.
Antes de consumarse la evolución económica de Euskadi, la burguesía vasca pactaba compromisos con los restos feudales, porque estaba apadrinada por una organización de tipo feudal (los jesuitas) que se adueñó de todas las fuentes de producción del país vasco y que, en algunos momentos, daba participación en sus negocios a los representantes de las castas dominantes. Efectivamente, la monarquía garantizaba al capitalismo vasco su propiedad aunque resultara mermada su libertad. La debilidad de la burguesía vasca y su mansedumbre se evidenciaban ante el crecimiento pujante del proletariado, que aparecía como una fuerza nueva, como una formidable potencia organizada que causaba pavor, cuyas luchas hacían retroceder a los capitalistas vascos hasta el extremo de tener que recurrir para su defensa al aparato represivo de la nación opresora.
El concierto económico, cuya renovación era cada vez más onerosa para los contribuyentes vascos, obedecía a una concesión mutua que se hacían las dos fuerzas sociales en presencia. El temor que infundía el pueblo vasco a los gobiernos centrales les obligó a reconocer el derecho que asistía a la burguesía vasca (que representaba los intereses del pueblo vasco en aquella época) en su lucha por conseguir la soberanía de su país. La autonomía administrativa era una concesión hecha por los restos feudales a costa de una porción de sus privilegios de casta, al mismo tiempo que la burguesía vasca claudicaba políticamente ante ellos, con el propósito de servirse de la monarquía como de un instrumento para sus fines, cargando el peso de su cobardía sobre los hombros de las masas trabajadoras y traicionando los intereses de la pequeña burguesía de la ciudad y del campo.
Dialécticamente considerado, el concierto económico representa el reconocimiento de las aspiraciones de Euzkadi a su soberanía, y, a la vez, es la primera traición del nacionalismo clásico a los intereses históricos del país vasco como particularidad nacional. Al pactar este compromiso, la burguesía vasca cavaba su propia fosa. El nacionalismo burgués, producto del cálculo, dejaba de existir como fuerza social capaz de lograr la liberación de Euskadi, y sólo esperaba la presencia de las fuerzas que habían de darle tierra para edificar sobre sus restos mortales el nuevo movimiento emancipador, la vía por la cual se llega a la liberación de los pueblos oprimidos y a la emancipación del trabajo y de los trabajadores.
Bilbo, septiembre de 1934
Notas
(1) El autor utiliza indistintamente Euzkadi y Euskadi en el artículo.
Edición digital de la Fundación Andreu Nin, septiembre 2002